Prevención del Riesgo Suicida: Una reflexión sobre mitos, grupos vulnerables y el papel de todos como comunidad
Por: Mónica Oyarzún Salinas,
Docente de Terapia Ocupacional UCEN

Cada 10 de septiembre, el mundo detiene su rutina, aunque sea por un momento, para mirar de frente una realidad que muchas veces preferimos no nombrar: el suicidio. Esta fecha, promovida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), nos recuerda que detrás de las cifras y estadísticas hay personas, historias, silencios y, muchas veces, oportunidades perdidas para ayudar.
Hablar del suicidio no es fácil. A lo largo del tiempo, el tema ha estado envuelto en tabúes, juicios morales y mitos profundamente arraigados. Uno de los más comunes es la creencia de que «hablar del suicidio puede inducir a alguien a hacerlo». Sin embargo, está demostrado que ocurre lo contrario: hablar con empatía y responsabilidad puede ser un factor protector. Otro mito que persiste es pensar que quienes hablan de suicidarse «solo quieren llamar la atención». En realidad, expresar estas ideas suele ser un grito de ayuda, una señal de que esa persona necesita ser escuchada y contenida.
El suicidio no distingue clase social, edad, ni lugar geográfico, sin embargo, existen ciertos grupos que enfrentan condiciones de mayor vulnerabilidad. Por ejemplo, en la adolescencia las presiones escolares, acoso, ciberbulling, problemas familiares o dificultades para aceptarse tal como son, pueden hacer que muchos jóvenes sientan que no hay salida. En este grupo, especialmente en jóvenes LGBTIQ+, las tasas de intento suicida son significativamente más altas debido al rechazo, la discriminación y la soledad.
También se observa una fuerte relación entre el riesgo suicida y los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA), en cuadros tales como la Anorexia Nerviosa o la Bulimia. Estos trastornos no solo reflejan un sufrimiento emocional profundo, sino que también suelen estar acompañados de síntomas depresivos, baja autoestima y una relación conflictiva con el cuerpo. Las personas que los padecen, en especial adolescentes y mujeres jóvenes, tienen una de las tasas más elevadas de riesgo suicida dentro de las enfermedades de salud mental. En muchos casos, el suicidio no aparece como un deseo de morir, sino como una forma desesperada de escapar del dolor emocional.
Otro grupo vulnerable son las personas mayores, muchas veces olvidadas o relegadas, enfrentan pérdidas significativas: familiares, roles sociales, salud. La sensación de que «ya no se es útil» o de que se ha dejado de pertenecer puede generar un profundo dolor psicológico. También debemos hablar de las personas que viven con otros trastornos mentales, como depresión, ansiedad, adicciones, y quienes atraviesan situaciones de violencia, migración forzada o vulneración de derechos.
Y entonces surge la gran pregunta: ¿qué podemos hacer como sociedad? ¿Es posible prevenir el suicidio desde nuestras casas, escuelas o barrios?
La respuesta es sí, todos podemos ser parte de la prevención. A veces, una escucha sincera, una conversación sin juicios o una pregunta oportuna pueden cambiar el rumbo de alguien. No necesitamos ser expertos en salud mental para ofrecer nuestra presencia, pero sí debemos aprender a mirar, a detectar señales, a no subestimar lo que otros sienten.
La educación emocional en las escuelas, el acompañamiento en las familias, el trabajo en redes de apoyo comunitarias y, sobre todo, la ruptura del silencio son acciones concretas y necesarias. Hablar del suicidio con respeto, informar con responsabilidad y dar acceso real a servicios de salud mental son pilares fundamentales para una verdadera prevención.
Este 10 de septiembre no se trata solo de recordar a quienes ya no están, sino de comprometernos con quienes hoy todavía están a tiempo. Porque prevenir el suicidio es, en esencia, un acto profundo de humanidad.