La credencial de discapacidad: inclusión prometida, exclusión real
Por: Dra. Carolina Becerra
Académica Prufodis de la Facultad de Educación, U. Central

La historia nos enseña que, en demasiadas ocasiones, los símbolos de protección se han convertido en marcas de exclusión. Bajo el régimen nazi, miles de judíos fueron convocados a registrarse con la promesa de ser deportados a otros países. Se les exigió portar una banda distintiva, supuestamente para ordenar su traslado. En realidad, aquella señal no los condujo a una nueva vida, sino a campos de concentración. La marca que debía significar resguardo se transformó en el instrumento de su exterminio.
Podemos pensar en otros momentos igualmente oscuros: los pueblos indígenas “reducidos” a tierras prometidas que terminaban siendo espacios de confinamiento; o los afrodescendientes a quienes se ofrecía libertad a cambio de firmar contratos de servidumbre disfrazados de acuerdos laborales. Una y otra vez, la historia muestra cómo la burocracia de la exclusión se disfraza de inclusión.
Hoy, en Chile, la credencial de discapacidad reproduce esta paradoja. Se nos ofrece como la llave que abrirá puertas a la inclusión, al trabajo y a la dignidad. Pero en la práctica, esas promesas rara vez se cumplen. Si una persona con discapacidad logra trabajar, el Estado la considera demasiado “rica” para acceder a beneficios. Pongo un ejemplo simple: un audífono cuesta más de un millón de pesos; sin embargo, incluso con un sueldo modesto, se niega la cobertura estatal porque se presume que ya puede costearlo. El resultado es obvio: el salario no alcanza, la necesidad persiste y el derecho queda en letra muerta.
Paralelamente, cuando una persona está en búsqueda de empleo, muchas empresas exigen la credencial como requisito para “cumplir” con la cuota de la Ley de Inclusión Laboral. Con la credencial se abren al menos en teoría, las puertas para exigir ajustes razonables, muchas veces decididos por quienes no tienen discapacidad, lo que refuerza la asimetría del sistema. Pero el problema se produce cuando alguien decide no “colgarse el cartel”: en ese caso, se pierden de inmediato todos los supuestos derechos. ¿Cómo puede ser inclusivo tener que portar un documento para acceder a un trabajo? ¿No es acaso el derecho al trabajo un derecho humano universal, sin condiciones?
Así, la credencial se convierte en una doble trampa: sin credencial no hay beneficios ni ajustes razonables, y con credencial la inclusión sigue siendo una fantasía. En la práctica, el sistema no garantiza la igualdad, solo administra la diferencia.
Seamos sinceros, no todos necesitamos estacionamientos reservados o filas preferentes. Lo que realmente exigimos es lo que señala la OIT: el derecho a un trabajo decente, con sueldos competitivos y reales posibilidades de desarrollo.
La credencial, en su forma actual, no nos entrega inclusión: nos marca, nos clasifica y nos administra. Nos promete derechos, pero nos deja en la intemperie. Nos hace sobrevivir en la espera, pero nunca vivir con dignidad. Al igual que las páginas más tristes de la historia, corre el riesgo de transformarse en una herramienta de control y exclusión, cuando lo que se necesita con urgencia es dignidad, equidad y justicia social.