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El padre Mateo

Por: Rodrigo Larraín
Sociólogo y académico U.Central

El padre Mateo

Chile está tan secularizado que las religiones y lo religiosos se han vuelto irrelevantes, quizás por el suicidio de un joven sacerdote en Italia, aunque ha sido noticia en Europa y algunos países de América, entre nosotros no mereció una nota de prensa. Ni siquiera el morbo. La despreocupación por el suicidio es mayúscula.

Mateo llevaba una vida normal, creían sus parroquianos jóvenes, objeto de su acción pastoral. Inconsolables lloraron a su amigo cura en la misa exequial. Era un hombre maduro cuando decidió ir al seminario, era un ingeniero aeronáutico y, después de pensarlo y conversarlo mucho decidió ser seminarista y, más tarde, un sacerdote exitoso. Nadie sospechó de su soledad interior. Porque Mateo no se suicidó por falta de fe, al revés, su entrega excesiva le quitó el tiempo para pedir ayuda.

La falta de sacerdotes hace que cada vez se hagan cargo de muchas responsabilidades -llegaba a decir cinco misas diarias-, el darse a los demás es cargar con dolores y preocupaciones ajenas que terminan sobrepasando al más fuerte y en este caso la juventud no lo sostuvo. Cansancio físico, levantarse al alba y dormirme muy tarde, sin dejarse un mínimo de tiempo, las preocupaciones de no ser capaz, de no poder, de no enjugar tanto dolor y el estrés de prestar atención a todos y a todo. En las notas que escribió recordaba que nadie le llamaba por su nombre propio sino con el genérico Padre, sin duda la depresión con bastante ansiedad, el sentirse lejos de la santidad heroica, darse a todos y no tener ni un amigo. Eso lo llevó a la muerte.

La vida del sacerdote es dura, se le exige mucho y se le critica alevosamente, a un amigo le apedrearon el auto en la época de Karadima. Pero los sacerdotes son clericales en todo, razón tenía el papa Francisco cuando decía que el clericalismo era una peste. Muy pocos sacerdotes tienen amigos laicos, la mayoría sólo confían en otros sacerdotes amigos a los cuales ven muy de tarde en tarde. Un cura que atiende una parroquia o dos y varias capillas, humanamente no tiene tiempo para amigos, aunque sean otros curas. Muchos tienen parroquias pobres por lo que deben trabajar para mantenerse, un párroco muy querido hacía clases, pero otro tenía un taller de soldadura, alguno que aún veo, no tenía cocina y se alimentaba cuando lo invitaban.

El obispo de donde era cura Mateo hizo algo extraordinario al no ocultar el suicidio de su hijo sacerdote, celebró la misa en la catedral por el sufragio de su alma. Entendió el problema psiquiátrico, cultural y humano tras la muerte; entendió que era un fracaso como obispo y en la formación, pero, especialmente en no acompañar a los sacerdotes a su cuidado, por lo que predicó diciendo que hay que evitar la soledad, pedir ayuda y vivir en comunidad. Les pedimos a los curas que sean santos, buenos, cultos y de buen carácter, pero son sólo humanos, consagrados, pero humanos. Pero también es una vocación santa y dolorosa, la incomprensión de un hombre de educación superior en un ambiente rústico, rudo y poco espiritual; la lejanía de la familia, amigos mundanos o consagrados, la vida no pobre sino, como me ha tocado ver, miserable; la falta de alegría hogareña y, casi siempre, una feligresía que pide más y estruja hasta lo último a su cura. No es fácil llegar a ser hipersensible y, a veces, sentirse traicionado o inútil con feligreses que lo ponen de árbitro en la ordinariez o las miserias de sus fieles.

Cuidar a los sacerdotes, los obispos, los files laicos, especialmente la comunidad. No hay hombros que resistan tantas tareas, y más encima en un mundo tan lejano a Dios. Porque, al contrario de lo que plantearon ciertos ilusos, la ciencia no ha derrotado a la fe y, como dice el tocayo evangelista del P. Mateo, “La Iglesia prevalecerá”.

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