El fracaso del pacto mundial sobre el plástico
Por: Jadille Mussa
Académica Arquitectura del Paisaje, U.Central

El 18 de agosto venció el plazo para las negociaciones en Ginebra y lograr un pacto global contra los residuos plásticos. Durante 10 días, representantes de 184 países y decenas de organizaciones no gubernamentales (ONG) se sentaron a la mesa con la intención de dar un paso histórico, establecer normas comunes para enfrentar uno de los problemas ambientales más graves de nuestro tiempo, el exceso de plástico, pero lamentablemente el resultado es otro fracaso diplomático en torno al medio ambiente.
La producción mundial de plásticos no se detiene, cada año son más de 400 millones de toneladas que generan en el planeta, y gran parte de ese material, una vez usado, termina en ríos, mares y suelos, afectando ecosistemas, alterando el clima e incluso dañando la salud humana mediante la ingesta de microplásticos, en el aire, el agua y en la mayoría de los alimentos. Los datos de la ciencia son claros, sólo la producción de plástico genera más del 5% de las emisiones mundiales de CO₂ cada año, más que todo el sector de la aviación, como señala la investigadora Melanie Bergmann, del Instituto Alfred Wegener del Centro Helmholtz de Investigación Polar y Marina. Para ella, miembro de la Scientists’ Coalition for an Effective Plastics Treaty, reducir la producción es esencial para frenar el cambio climático, y también para limitar los daños a la naturaleza y a la salud de la población.
¿Por qué, entonces, no se logra el acuerdo? La respuesta es tan incómoda como evidente, los intereses económicos del lobby petrolero han pesado más que la urgencia ecológica. No olvidemos que más del 99% del plástico proviene de derivados del petróleo y el gas, ambos generan gases de efecto invernadero y tienen implicancias en calentamiento global. Reducir la producción y gestión de los plásticos, no solo es un desafío ambiental, sino una amenaza directa al modelo de negocios de las grandes corporaciones energéticas.
El resultado es un bloqueo: algunos países, presionados por estas industrias, se niegan a aceptar medidas vinculantes que limiten la producción de plásticos vírgenes o establezcan regulaciones comunes. La consecuencia es dramática: seguimos sin un marco global que frene el uso desmedido de un material cuya vida útil puede ser de minutos, pero cuyos residuos persisten durante siglos.
Lo ocurrido en Ginebra no es solo un traspié diplomático. Es un síntoma de algo más profundo, la incapacidad de la política internacional para anteponer el bien común a los intereses privados. El fracaso de este pacto es también un recordatorio de que las soluciones no vendrán únicamente de la cumbre de negociadores. Vendrán, en buena medida, de la presión ciudadana, de la innovación local, de las decisiones políticas valientes y de la construcción de una conciencia colectiva que entienda que el plástico no es desecho: es contaminación diferida.
El plástico es un símbolo de nuestra era, útil, omnipresente y devastador. Que su regulación global se haya visto truncada por el poder del lobby es una advertencia urgente. La naturaleza y las personas no pueden esperar.