¡Que vuelvan las humanidades, humanamente…!
Por: Luis Oro,
Académico U. Central.

Una complaciente brisa filistea sopla sobre el olvidado jardín de las humanidades. Ojalá no termine de secarlo, pese a su buena intención. Es un jardín caleidoscópico, con varios tipos de humanismos. ¿Qué tienen éstos en común? El rebelarse frente a dos formas que son opuestas, pero paradojalmente convergentes, de inhumanidad. Por una parte, la brutalidad icástica y, por otra, el abstraccionismo racionalista, ese que decapita las singularidades de los sujetos individuales y colectivos.
En el primer caso, la cultura humanista aspira a retirar las tosquedades que están ínsitas en la naturaleza humana sin más, con la finalidad de que prosperen formas sutiles y emulsionadas de relaciones interpersonales. Por cierto, el humanismo se propone domar la rusticidad originaria del hombre a fin de hacer retroceder el salvajismo. En el segundo, el humanismo es una rebelión en contra de los desvaríos de la racionalidad categorial y del abstraccionismo. Por tal motivo, se yergue en oposición a los excesos del racionalismo esquemático y formalista, o sea, frente al ergotismo que pisotea la dignidad humana. La conjunción de ambos tipos de inhumanidad se expresó en el siglo XX como salvajismo tecno-burocrático y su máxima concreción fue el campo de concentración de Auschwitz.
En la trayectoria del mundo moderno existen tres momentos en el que el viejo árbol del humanismo, que tiene sus raíces en la Antigüedad clásica, volvió a reverdecer. El primero es durante la época del Renacimiento; el segundo es la época del romanticismo; el tercero es el siglo pasado. Pero en el siglo veinte ya no se trata de un movimiento, sino que más bien de figuras aisladas que reflexionan en algunas de sus obras al respecto. Tal es el caso de Werner Jaeger, Thomas Mann y Hermann Hesse en Europa central, de José Ortega y Gasset y Manuel García Morente en España, de Ernesto Sábato y Octavio Paz en Hispanoamérica y en Chile de figuras como Mario Góngora, Carla Cordua y Joaquín Barceló, entre otras.
Actualmente, estamos padeciendo los costos de habernos distanciado de la cultura humanista. Tal distanciamiento no es algo propio de nuestro país ni de esta o aquella universidad. Es el rumbo que tomó, casi inadvertidamente, el mundo occidental en las últimas décadas y sus consecuencias, como más adelante se verá, son deplorables.
Entre el salvajismo y la barbarie
La pugna entre los imperativos racionalistas y las exigencias de la vida no es un descubrimiento de los teóricos de la Escuela de Frankfurt. Los románticos de finales del siglo XVIII que reaccionaron en contra de la Ilustración fueron los primeros en diagnosticar perspicazmente tal antagonismo a partir de indicios bastante embrionarios. En el tránsito del siglo XIX al XX la crítica al racionalismo (concretamente a sus dos vástagos emblemáticos: el positivismo y la idea de progreso) pese a ser una sensibilidad vigorosa era, no obstante, marginal o, por lo menos, a contracorriente. Tal crítica solía ser tildada de conservadora en algunos casos, en otros de reaccionaria y, más tardíamente, de contrarrevolucionaria.
Lo que los románticos entrevieron como una posibilidad, es para nosotros una realidad: los imperativos de la diosa utilidad, la postración de la vida interior, la fragmentación del quehacer humano en parcelas inconexas que incitan a la sinécdoque y, peor aún, a la arrogancia de ciertas ciencias en el ámbito intelectual. En lo que a esto último concierne, los románticos que se congregaron en la Universidad de Jena, en torno al 1800, fueron los primeros en advertir los peligros que conllevaba la especialización disciplinaria —o sea, la segmentación del saber— cuya expresión más inocua son las llamadas deformaciones profesionales. Éstas han derivado en lo que José Ortega y Gasset llamó la barbarie del especialismo a mediados de la década de 1920.
La especialización produce un individuo técnicamente calificado, pero orgullosamente ignorante de otras áreas del saber. Es la figura del ramplón graduado. Dicho tipo de profesional es el que tiende a prevalecer en nuestro tiempo. Desde el punto de vista humano es imprudente y arrebatado. Intelectualmente es un ser que carece de visión estereoscópica y de conjunto. Por eso, no es insólito que tienda al narcisismo y al solipsismo.
Dicho espécimen puede dar pie a un salvaje emocional (tal es el caso de los woke y de los activistas fanatizados) o bien a un bárbaro racionalista (el tecnócrata y el ideólogo radical, por ejemplo). Ambos hacen caso omiso de la complejidad de la existencia y tanto el uno como el otro son seres que humana e intelectualmente tienen algo de esperpéntico. Por decirlo con personajes icónicos de la literatura romántica: ambos tienen trazas de Quasimodo o de Frankenstein. No hace falta ser un agudo observador para percatarse que el woke (delineado por Susan Neiman) y el tecnócrata son los protagonistas estelares del culebrón sociopolítico de nuestro tiempo.
Según Friedrich Schiller, el hombre puede degradarse a sí mismo de dos maneras: como salvaje o como bárbaro. Como salvaje, si sus pasiones pisotean a sus principios. Como bárbaro, si sus principios omiten a sus sentimientos. En efecto, el salvaje considera a sus impulsos naturales como mandamientos absolutos, por tal motivo, no trepida en atropellar la cultura para satisfacer su impulsividad. Inversamente, el bárbaro difama la emotividad y, desde la prepotencia principista, maldice a las pasiones. El principio que rige el quehacer de ambos es el de la eficacia operativa de los medios para alcanzar el fin que persiguen.
Con todo, el bárbaro es más despreciable que el salvaje, puesto que no es insólito que siga siendo esclavo de pasiones torvas, ya sea de manera inconsciente o bien revistiéndolas de racionalidad. Sea como fuere, exuda soberbia intelectual. Es la encarnación de la razón sin eticidad, de la arrogancia tecnocrática.
¿Qué tienen ambos en común? Tanto el uno como el otro, son ramplones y, por lo mismo, emiten juicios toscos y actúan de manera brutal; ambos carecen de filtros y de sentido de la distancia; los dos carecen de sintonía fina y suelen ser obsecuentes; en definitiva, ambos son imprudentes, desprecian al espíritu y ningunean la complejidad de lo humano. Claramente, el woke y el tecnócrata no son personas cultas, aunque posean diplomas universitarios y sean grandes consumidores y productores de papers. Ellos son los íconos de la civilización tardomoderna que se caracteriza, entre otras cosas, por una creciente propensión a la intolerancia, el fanatismo y la abrasión.
El declive de la cultura humanista
Se supone que la cultura humanista contribuye a lubricar las relaciones interpersonales y también a facilitar la manera cómo nos relacionamos con nosotros mismos. Ella supone también momentos de contemplación. Tal cultura sería expresión —en última instancia— del modo cómo ella concibe al ser humano. Con todo, vale la pena preguntarse si aún existe esa cultura. Y si existe, ¿tiene todavía el vigor suficiente para incardinar al quehacer humano?
A mí me parece que no. Día a día presenciamos el angostamiento de dicha cultura, debido a la expansión del utilitarismo y del economicismo. Éstos, inadvertidamente, propenden a cosificar al ser humano.
Claramente, la lógica de la racionalidad instrumental ha arrinconado y disecado al humanismo. La cultura humanista que heredamos está muerta o, por lo menos, muy deteriorada o desvitalizada. La civilización tecnocrática —o sea, la razón instrumental— la desarraigó de la vida o, si se prefiere, de la naturaleza. Si falleció, murió de anemia aguda a raíz de las estocadas sucesivas que le propinó la civilización industrial.
La cultura está empotrada en la naturaleza, pero es diferente de la mera naturaleza. Aquélla prospera por sobre ésta con la doble finalidad de potenciarla y controlarla. Por decirlo de alguna manera: la cultura domestica a la naturaleza; en consecuencia, no exalta lo elemental, tampoco aspira a aniquilarlo. Bien podríamos decir que la cultura es un derivado de la naturaleza, de una naturaleza heñida, amansada, domesticada y potenciada. Es, en definitiva, una prótesis que está engastada en la naturaleza. Así, la cultura comienza a declinar cuando se desarraiga de su soporte vital.
Si ello ocurre, la cultura fracasa, deja de ser tal, y se transmuta en un artificio inerte. Peor aún, en una maquinaria que convierte en operario a su creador. De hecho, a poco andar, el ser humano deviene en un engranaje (en cuanto es movido por una rueda dentada que, a su vez, mueve a otras) que carece de reflexividad, de fines propios y de horizonte de sentido. Así, el hombre culto es sustituido por el buen funcionario y éste, finalmente, por el engranaje.
Culto no es sólo quien ha domado sus propias pasiones, sino también quien tiene internalizado los altos valores de la cultura, entendida ésta como un sistema cardinal de ideas, creencias y valoraciones. Ellas cumplen una función trascendental en la vida individual y colectiva: le brindan significado y sentido al quehacer humano. No en vano, en cuanto se marchita la cultura, retoña el nihilismo.
Pese a que suele calificarse a las personas eruditas de cultas, la erudición no es un requisito indispensable para ser culto. Si la cultura va acompañada de erudición tanto mejor. Para deshacer la ecuación «cultura igual erudición», basta recordar a la figura del pedante y la del especialista sin espíritu. Hoy por hoy, ambos concurren a conformar al hombre bien informado, ese ser humano que es incapaz de distinguir lo nuevo de lo novedoso y de captar el significado y sentido que tiene la novedad. Ambos rinden pleitesía al dato y suelen carecer de un horizonte hermenéutico complejo que vaya más allá de la información misma. En el fondo, no son personas cultas, simplemente son buenos funcionarios.
Cuando la cultura se evapora, comienza a insinuarse el fantasma del absurdo, el cual no causa mayores estragos, porque suele ocultarse cotidianamente tras un quehacer frenético que impide que aflore la pregunta por el sentido. Tal quehacer, que se expresa en el productivismo galopante, modifica la superficie de la Tierra. El progreso encandila, seduce y cautiva. Así, la civilización tecnológica —o sea, el imperio de la racionalidad instrumental— sigue extendiendo sus tentáculos por doquier. Incluso coloniza la psiquis humana.
El epílogo ya lo conocemos: las personas comienzan a ser concebidas como entidades mecánicas. Los engranajes humanos tienen prohibido sentir fatiga. Poco importa que el progreso obstruya los poros a través de los cuales respira la vida sin más. Sin embargo, con el paso del tiempo comienzan a aparecer los primeros síntomas de asfixia que se resuelven técnicamente con la farmacología y así la civilización sigue avanzando. Todo va viento en popa, los números azules siguen al alza y el bienestar material es evidente.
Pero la tectónica de placas, que tiene por escenario propio a la mente profunda, es invulnerable a las seducciones del progreso. Por eso, cuando se manifiesta inesperadamente en la superficie, provoca grandes conmociones sociales que suelen producir terremotos políticos. Cuando ello sucede, los logros de la civilización se tambalean. Los detritus de la putrefacción mental —generados tanto por el mismo progreso como por la obturación de los poros por los cuales respiraba la vida sin más— arrasan con todo lo que está a su paso como si fueran ríos de lava. De hecho, la mayoría de los estallidos sociales suelen tener algo —un atisbo, una pizca— de estallido fecal, en cuanto son producto, entre otras cosas, de cierta indigestión emocional.
Así vistas las cosas, el declive —y, a veces, deliberado olvido— de las humanidades no sólo empobrece a nuestra vida interior, de refilón también perjudica a nuestra convivencia cotidiana, a nuestra vida cívica y, finalmente, a la calidad de la política.
Secuelas del olvido de las humanidades
La paz social de una república depende en gran parte de la salud mental de sus ciudadanos. Una buena salud mental implica, necesariamente, algún grado de armonía intrapsíquica. En la actualidad, tal salud dista de ser buena, porque la civilización tecnológica lesiona la dimensión espiritual del ser humano. De hecho, ella lo faena de manera industrial, con la finalidad, paradojalmente, de que la industria siga funcionando, al costo de deshumanizarlo.
Por eso la crisis de nuestro tiempo es, en última instancia, una crisis espiritual, o sea, un desajuste existencial mayúsculo suscitado por las exigencias progresivas de una civilización que concibe al hombre como una unidad mecánica de producción y consumo. Las dimensiones humanas postergadas inadvertidamente se rebelan en su mente profunda y dan pie a una guerra civil intrapsíquica o, por lo menos, a un desorden interior, a un desbarajuste espiritual. Sus protagonistas son los sentimientos que han sido mutilados por la razón instrumental. Éstos devienen en rabiosos seres contrahechos que luchan, tanto entre sí, como con las exigencias del racionalismo en las catacumbas de la conciencia.
A veces, salen de sopetón a la superficie vomitando ira y sedientos de venganza. Cuando ello sucede generan conmociones que son fácilmente observables en el ámbito sociopolítico. Y así continúa, pero en el espacio público o exterior, la guerra civil interna que ahora tiene por protagonistas a demonios objetivados. La lucha es excitada por los políticos que ofician de ventrílocuos de las pasiones que fueron largamente acalladas, y esos mismos políticos no tardan en confiscarlas y traicionarlas. Esa es su especialidad en la civilización tardomoderna.
En síntesis, en los tiempos en los que impera la razón instrumental, las unidades utilitarias de producción y consumo —propulsadas por pasiones torvas revestidas de bondad— proceden de acuerdo con su conveniencia específica. Y a diferencia de lo que ocurre cuando impera la cultura —la cual supone una gramática normativa mínima y un horizonte común—, la sumatoria de los egoísmos parciales ya no produce una armonía relativa, sino que mayores niveles de anomía. Éstos inadvertidamente se expresan en una creciente volatilidad de los horizontes compartidos. La política identitaria es un claro ejemplo de ello.
¡Que vuelvan dignamente…!
¿Cómo llegamos al punto en que estamos? Hemos llegado, en gran parte, por nuestros propios desaciertos. Uno de ellos tiene que ver con la arrogancia de la ciencia positivista que hunde sus raíces en las últimas décadas del siglo XIX. Sus efectos, ya insípidos y algo putrefactos, son los que estamos degustando en la actualidad. Ese gustillo, con aroma a desencanto, es el malestar ambiental que se percibe en la civilización tardomoderna. Éste comenzó a insinuarse al finalizar la década de 1990.
Con el cambio de siglo la tendencia positivista se acentuó y actualmente es hegemónica. Pero junto con ella también se incrementó la desazón espiritual. Esta última es un hecho incontrovertible, pese al camuflaje de bienestar —e incluso de felicidad— que brinda la buena farmacología. Tal desazón en parte es un efecto indeseado de la tendencia cientificista que ninguneó a lo espiritual, que convirtió a las humanidades en un saber de especialistas sin espíritu y que descuidó la educación de las pasiones. Así, no resulta del todo tan extraño que, actualmente, el utilitarismo desembozado (ya sea practicón, ramplón o sofisticado) sea una tendencia avasalladora.
Pero el aparente bienestar se puede desplomar en un tris. En efecto, pese a que las pócimas farmacológicas para adormecer la psiquis son eficaces, las pasiones irrumpen inesperadamente en la escena pública con una violencia volcánica, demencial, similar a la de Segismundo cuando salió por primera vez de su encierro. Pero nosotros, a diferencia de Calderón de la Barca, no podemos decir «la vida es sueño», porque para nosotros tiene cotidianamente visos de pesadilla.
Quizás, las cosas serían ligeramente diferentes si volviéramos los ojos a nuestra interioridad, si intentáramos adentrarnos en nuestro propio laberinto intrapsíquico y si volviéramos a reconsiderar las travesías realizadas por la literatura, la teología, el arte y la filosofía. Urge repatriar a las humanidades. A esas disciplinas que exploran a tientas las complejidades de lo humano y que intentan auscultar el enigma de la existencia.
Que vuelvan, pero eso sí, respetándoles su índole y, especialmente, el ritmo que es inherente a su quehacer. Que regresen, pero eximiéndolas de las exigencias que impone la gestión tecno-burocrática. Ellas no se avienen con los syllabus escolarizantes, ni con las cartas Gantt, ni con las planificaciones de impronta soviética o neoliberal. Que vuelvan, humanamente. Que retornen sin estar sometidas a los afanes utilitarios de la racionalidad tecnocrática que se ha entronizado en la «educación» y que está asfixiando a lo que va quedando de la genuina vida intelectual. Que vuelvan sin esa escolta de muérdagos que son los especialistas sin espíritu.
Finalmente, vale la pena preguntarse en qué momento comenzamos a concebir la educación como la entrega de conocimientos instrumentales para producir más y consumir más. Dicho de otro modo: ¿cuándo devino la educación en un medio que tiene por finalidad, casi exclusiva, incrementar la riqueza material? ¿Cómo —y en qué momento— los establecimientos educacionales se transmutaron en factorías? Eso que llamamos educación, ¿merece todavía llamarse así?