Me levanté cansada, como con “algo extraño”. No era esa típica sensación de pesadez en el cuerpo, sino, más bien, sentía un cansancio mental. Como si hubiera pasado toda la noche tratando de descifrar un código tan grande y complicado que, de no hacerlo, todo el mundo corría peligro. A decir verdad, conozco bien esa sensación, lleva siendo amiga mía durante años y mientras miro la tira de Fluoxetina en mi velador decido no tomarla. Para qué, me digo; pese a saber por qué debería hacerlo.
Conté cada cuántos segundos el aromatizador del baño prendía su luz y, tras contar cinco veces los tres segundos miré a mi pareja. Ahí, otro escenario: ¿Y si todo lo que estaba viviendo era un sueño? ¿Qué pasaba si despertaba en una realidad completamente distinta en donde él no existía, mis gatos tampoco, mi carrera menos y peor que eso: ¿En dónde yo no existía? ¿Quién me decía si estaba viva?
Mis manos sudaban, la picazón en el cuerpo se hizo incontrolable y cuando me di cuenta ya estaba pensando en cómo el Ankylosaurus magniventris podía sostener su mazo de la forma en que lo hacía.
La mayoría de mis días comienzan así por lo que todo el caos debido al COVID-19 no parece ser el fin del mundo para mí ¡Porque para mí siempre lo es! Mis días se debaten entre el nuevo tumor cerebral que tengo y el sabor extraño que tiene la ensalada que yo misma preparé y que, obviamente, debe estar mala.
Podría seguir con todas las actitudes extrañas que tengo y que, durante mucho tiempo me hicieron calificar como “excéntrica” pero podría ser un texto interminable y, de hacerlo, tendría que asegurarme que la cantidad de palabras del texto terminaran en número par y no quiero echarlo a perder, por ahora, voy bien.
Fue por allá en el 2014 en que tras intentos fallidos de carreras y crisis existenciales la psiquiatra que trabaja como psicóloga en la universidad donde estudiaba decidió que comenzara a ir dos veces por semana con ella. Era fácil solo tenía que sentarme, hablar, llorar y contar que los mismos cinco imanes que tenía en su frigobar estuviesen en orden. Después de mucho tiempo de consultas que mi familia nunca supo, de exámenes de sangre, de resonancias que no pude hacerme por dinero la palabra Asperger surgió en una sesión de tarde. Yo ya lo sospechaba. Hace años atrás ya había leído todo sobre el síndrome. El trastorno de ansiedad ni siquiera fue tema de conversación porque las dos lo sabíamos ya estaba siendo tratado y era algo inminente.
De ahí en adelante he vivido así: entre ataques, obsesiones, personalidad extremadamente sociable y días en que no puedo mirar a nadie a la cara. Creo que por esto en estos días somos muchos los que hemos estado tan tranquilos porque si bien nosotros no estamos corriendo tras un virus que ha matado a miles de personas sí hemos vivido escapando del lunar nuevo que me salió en la mano y de, en mi caso, las obsesiones que se presentan cada cierto tipo sobre un tema específico o peor aún: ¿Pero de verdad no se ve mi cámara al conectarme en Zoom? Mejor me salgo de la plataforma cuatro veces, eso va a arreglarlo.
En el día mundial de la conciencia sobre el Autismo y el Asperger mi columna va para todos nosotros que estamos allá afuera tratando de arreglar nuestro propio mundo, creando nuestras propias realidades , quizás caminando mientras investigas sobre una enfermedad genética hereditaria que no tienes o curando personas que, aunque te ahoguen las multitudes, necesitas ver sanas porque eso es todo lo que está bien porque, somos únicos, extraños y perfectos cada uno como debe ser y si bien tenemos algunas limitaciones sociales como no saber qué habla la gente la mayoría de las veces estamos aquí, aguantando, tratando de ser tal como lo haces tú.
María Paz Yurisch
Divulgadora científica