Chile es el segundo país latinoamericano con mayor porcentaje de población inmigrante (1,5 millones de personas). El 50% de este segmento llegó al país desde 2017. También hay que considerar que los ingresos por pasos no habilitados han aumentado de forma significativa desde 2018, cuando el gobierno implementó las llamadas “visas consulares”, con lo cual comenzó un cierre progresivo de fronteras que se consolidó en pandemia, pese al discurso de “solidaridad” emitido por el presidente Piñera en Cúcuta, en 2019.
La realidad es, por un lado, que existe una población inmigrante maltratada por el Estado, que le asigna un cierto carácter de “ciudadanía de segunda”, y por el otro, hay territorios que se han visto impactados por un aumento sustantivo de los flujos migratorios en poco tiempo, los que, además, se caracterizan por tener altos niveles de concentración territorial, generando un conjunto de condiciones que han elevado la conflictividad local.
Por ejemplo, el 82% de los inmigrantes viven en cinco regiones chilenas, y el 77% total de este segmento poblacional (1.126.030 personas) vive en apenas 42 comunas; todos estos territorios están ubicados mayormente en la zona centro metropolitana y norte-fronteriza del país. Entonces, mientras el promedio de población migrante nacional es de 7,5% al 2020, en Tarapacá, este porcentaje, comparado sobre el total de su población regional -que es lo más importante- es de 18,1%; para Arica y Parinacota es de 11,9%; en Antofagasta es de 14,7% y para la Región Metropolitana es de 11, 1%.
Estos datos apuntan claramente a que las acciones de política en Chile requieren de dos enfoques fundamentales. El primero es el enfoque de derechos, donde todas las personas indistintamente de su nacionalidad deben recibir por parte del Estado un trato digno, y en el que la política pública debe garantizar un proceso de inclusión social integral que implica la regularización. El segundo enfoque es territorial, porque hay que descentralizar los flujos migratorios a lo largo del país, en el marco de una estrategia de inclusión social y de desarrollo territorial, donde los grandes ganadores sean los territorios chilenos y sus economías locales.