Resulta paradójico que en pleno siglo XXI, teorías como las del psicólogo estadounidense Burrhus Frederic Skinner, quien sostiene que el aprendizaje se produce a través de la asociación de refuerzos y castigos sobre una conducta determinada, sean el reflejo de lo que cotidianamente acontece al revisar nuestras redes sociales y recibir un ‘like’ o un ‘me gusta’. Un refuerzo que nos proporciona una dosis de dopamina (conocida como la molécula de la felicidad), provocando una sensación de bienestar que puede ser temporal. Entonces, ¿qué ocurre si se da el efecto contrario? Al no recibir ese alto número de ‘me gusta’, ese yo interior se cuestiona si estamos publicando algo correcto o incorrecto, siendo víctimas de un rechazo malentendido de parte de nuestros amigos o seguidores.
El tiempo que hoy dedicamos a las redes sociales, no es otra cosa que el condicionamiento de la conducta a un estímulo que se refleja a través de una pantalla en personas que incluso no conocemos. A esto, se acompañan cuestiones como: el desinterés por la lectura, la desvalorización por interactuar personalmente con familiares y amigos, una disminución de los períodos de sueño y el deterioro en la concentración que a largo plazo repercute en lo que hacemos y aprendemos para desenvolvernos en la vida. Con esto, no quiero demonizar el uso de las tecnologías, que sabemos son de utilidad, sin embargo, el problema está en cómo las estamos utilizando. Aquí es donde entra el rol de la escuela y la familia cada vez que se enseñan las habilidades y hábitos de autorregulación con tal de no caer en un estado frenesí que puede dañar fuertemente la autoestima.
No olvidemos que muchas de las redes sociales, son herramientas diseñadas para que caigamos en el desenfreno del scroll (movimiento vertical que vamos haciendo al leer los contenidos que nos ofrecen las redes sociales), sin dimensionar el desgaste cognitivo que nos ocasionamos al dedicar horas frente a las pantallas.