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Día Internacional de las Personas con Discapacidad: cuando la visibilidad dura un día

Cada 3 de diciembre ocurre un pequeño milagro: la inclusión vuelve a aparecer. Surgen fiestas, saludos institucionales y discursos emotivos. Por 24 horas, pareciera que el país entero recuerda que las personas con discapacidad existen. Y al día siguiente… bueno, todo vuelve a la “normalidad”. Esta efeméride es importante, sí, pero también deja en evidencia una idea persistente: seguimos tratando la discapacidad como algo excepcional, digno de celebración ocasional, en vez de reconocerla como parte cotidiana y legítima de la vida social.

La inclusión en Chile funciona como una maquinaria muy eficiente para administrar, medir y clasificar, pero no necesariamente para transformar. En este escenario, el discurso de la resiliencia, convertido casi en un superpoder obligatorio, termina funcionando como una invitación permanente a adaptarse, agradecer y no incomodar demasiado. Porque, claro, la resiliencia es admirable… siempre y cuando no cuestione nada.

Quienes convivimos con discapacidad no necesitamos homenajes de un día, sino participación efectiva, voz y reconocimiento durante todo el año. La inclusión real exige escuchar experiencias y saberes situados, más que producir actos simbólicos cuidadosamente diseñados para las redes sociales.

Porque la paradoja es evidente: celebramos la inclusión mientras la política pública sigue atrapada en el asistencialismo. Como si bastara con buenas intenciones y fotografías protocolares. Se habla de oportunidades, pero sin apoyos concretos como accesibilidad, formación adecuada o acompañamiento especializado. Así, las oportunidades quedan reducidas a enunciados optimistas. Y esto se vuelve especialmente claro cuando observamos las trayectorias educativas y laborales: sin preparación previa, la inclusión laboral es solo un gesto.

La brecha es aún más visible para quienes conviven con discapacidad intelectual. Hoy no existe gratuidad para programas sociolaborales después de cuarto medio, no hay continuidad formativa garantizada y el sistema público carece de rutas claras para la transición a la vida adulta fuera de la educación superior tradicional.

Si queremos tomarnos en serio la inclusión, debemos dejar de verla como un gesto simbólico y reconocerla como un campo legítimo de ciudadanía, conocimiento y autonomía. El 3 de diciembre puede ser un recordatorio, pero nunca debería ser el único. La inclusión no se celebra: se ejerce todos los días.

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